Resplandor
Me despierta un repentino destello. La luz fue tan intensa que se coló a través de mis párpados cerrados y convirtió en un día soleado la escena nocturna que se desarrollaba en mis sueños. Sacudo la cabeza y respiro profundamente. Enderezo la espalda y observo al resto de los pasajeros. Todos duermen. Cruzo los brazos y miro por la ventanilla del avión. La oscuridad es tan densa como un muro de obsidiana. Encojo los hombros. Seguramente, el destello provenía de un solitario relámpago. Me arrellano en el asiento y vuelvo a dormir.
Hay un crujido en los altoparlantes del avión y luego la voz del sobrecargo anuncia que en unos minutos llegaremos al aeropuerto. La señal de abrocharse los cinturones se ilumina. Vuelvo a ver por la ventanilla. La oscuridad se mantiene. Acerco el rostro al vidrio. Es extraño, no alcanzo a distinguir las luces de la ciudad.
Trascurre el tiempo anunciado para el aterrizaje. Estoy seguro de que el avión vuela en círculos. Ahora nadie duerme. La certeza de que algo no va bien se extiende por el pasillo. Voy al baño y echo un vistazo al fondo del avión. Las azafatas guardan sin hacer ruido los carritos de comida y aseguran la cocina. Regreso a mi asiento.
Por los altoparlantes se anuncia un aterrizaje forzoso. Las azafatas nos repiten las instrucciones para los casos de emergencia que ya escuchamos antes del despegue. Los pasajeros fingen prestarles atención, pero sé que piensan en cualquier otra cosa y no en cómo utilizar el chaleco salvavidas.
El avión desciende. La pista no está iluminada por los reflectores, sino por el resplandor de varios incendios. «Posición de seguridad. Cabezas agachadas», gritan en coro las azafatas. El impacto es menos brusco de lo que esperábamos. El avión avanza por la pista y finalmente se detiene. Los suspiros de alivio se suceden por todos los asientos. Luego comienzan las exclamaciones de alegría.
Nos avisan que debemos evacuar el avión. Abren las salidas de emergencia y se despliegan los toboganes inflables. Nos deslizamos hasta la pista. No hay nadie en ella. Absolutamente nadie. El silencio es casi absoluto. Los únicos sonidos son nuestras respiraciones contenidas y el crepitar de las llamas. Avanzamos en fila hacia la terminal. También está vacía y en tinieblas. La electricidad no funciona. Iluminamos los pasillos con las linternas de nuestros celulares.
Los minutos transcurren entre maldiciones y sollozos. Los celulares no tienen señal. Me siento en una banca y entierro las manos en mi cabello. No tengo ni la más remota idea de lo que está pasando. Cierro los ojos y en ese instante siento un resplandor que atraviesa mis párpados. Escucho gritos cargados de terror y los pasos desesperados de la gente que intenta huir. Hay otros pasos que resuenan en la distancia. Aprieto los párpados con más fuerza. No importa lo que suceda. Esta vez no voy a abrir los ojos.
Texto © Kalton Bruhl
Imagen © sasint