Rungstedlund, la casa de Karen Blixen

Me enamoré de la obra de Blixen gracias a «Memorias de África», película que he visto varias veces y que siempre consigue emocionarme. No, no es solamente por la excelente interpretación de Meryl Streep y de Robert Redford. Es por la atmósfera que la escritora ha sabido recrear. Por esa nostalgia que impregna cada línea de su narración, por la emoción serena y contenida que supo transmitirnos y que la película ha sabido fielmente reflejar.

Hace dos meses volé a Copenhague y propuse a mi acompañante -gran admirador de la escritora-  visitar el museo Blixen. Recibimos información precisa sobre cómo ir a Kyst, un pueblecito en la costa de Oresund, al norte de Copenhague, y sobre cómo llegar a Rungstedlund, la casa natal de Isak Dinesen. Allí vivió los últimos años de su vida y es allí donde reposa para siempre en una tumba sencilla que nosotros no quisimos visitar esta vez. A veces es preferible no desvelar todos los misterios de una vez y es mejor quedarnos con el deseo de volver a los lugares que nos atraen. Solamente por el placer de disfrutar de nuevo las cosas y rescatar sensaciones compartidas. Queda pendiente una segunda visita a Rungstedlund para visitar la tumba de Blixen.


Casa de Karen Blixen

Entramos en la casa con los pies protegidos, para no dañar el suelo con nuestras pisadas. 

Contemplamos cada detalle con admiración: las pequeñas máquinas de escribir, las plumas con las que redactaba sus manuscritos, los cuadros que pintó… Sus libros, sus fotografías. Libros que ella seguramente habría leído decenas de veces, fotografías en las que quedó inmortalizada su sonrisa, la aparente fragilidad de la mujer que mira al mundo desde un tiempo pasado que fue. Una fragilidad que la intensidad de sus ojos desmiente con rotundidad.  

Desde las ventanas de la casa nos asomamos a un terreno verde lleno de suave hierba. El verdor rodea un estanque junto a un puente que contemplamos  un instante y que no nos decidimos a cruzar. 

Arriba, en la habitación de Karen Blixen, hay una cama pequeña, un baúl para la ropa sobre el que vemos colgado un vestido blanco largo. Un vestido que parece haberse quedado ahí, recién planchado, a la espera de que vuelva la mujer que un día lo vistió.

Sobre la mesilla de la habitación, libros, una taza de porcelana y una pequeña máquina de escribir. Un sillón junto a la ventana desde la que contemplar el mar y escribir. Porque las ventanas de esa parte de la casa dan al mar. Y sobre el agua, se mecen lánguidamente los barcos atracados.

Al salir, nos quedamos un momento contemplando el horizonte. Los ojos se nos llenaron de un infinito gris. Un viento helado nos acuchillaba la cara y arrebató uno de los guantes de mi acompañante: se escapó volando sobre la acera, como si quisiera huir de nosotros. Al final, conseguimos rescatarlo y nos reímos como dos niños felices. 

Cuando nos volvimos a mirar por última vez la casa de la más grande de las escritoras danesas contemporáneas, la casa de Karen Blixen, el viento agitaba el mar. Nosotros nos quedamos en silencio. Con todo el mar agitado en la mirada.

Texto y Fotografías © Blanca Langa

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