Señales

Mañana de vacaciones en el patio trasero de mi casa. Década del setenta, mis ¿siete? ¿ocho años?

El puestito tenía una mesita de luz secuestrada del dormitorio y un cartel de hoja de cuaderno que decía CARNICERÍA.

Mamá, desde la cocina, oteaba todo. Había prestado un mantel, delantal —que casi me llegaba a los pies — y mercadería. Por las patas de la mesa subían algunas hormigas, en un intento de conseguir víveres o de molestar nomás como legítimas dueñas del jardín.

La balanza tenía un plato y como en un salto cuántico, unos números exactos que solo veía la carnicera.

¿Clientes? Llegaban por la puerta de la imaginación. Damas y caballeros, algunos pedían bifes, otros regateaban el precio.

El cuchillo sin filo — regalo de los Reyes Magos — complicaba los cortes, pero no quedaba otra opción.

Y en complicidad el sol del verano barnizando los trozos de calabaza como si por jugosa gustara más la carne y resultara “muy tierna, señora”.

Veinte años pasaron y un día me hice vegetariana. ¿Señales del universo? ¿Guiños del destino? Quizá, tal vez, vaya uno a saber.

© Lucía Borsani
Imagen de Sabrina Ripke en Pixabay 

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