Sin ser yo fui todo lo demás
El silencio abrochaba mis sandalias con unos cordones de niebla y, en esa dura piedra donde había reposado mi cuerpo, unos rayos de luz buscaban su centro, en una huida hacia el coral en ausencia.
De mis hombros bajaban ramas de árboles milenarios con un mensaje antiguo en cada hoja. Espejos de la historia sin pasado y ausencia de futuros, espejos donde se reflejaba de plata la muerte del nacimiento del presente.
¡Qué altivos mis brazos dibujando horizontes en el aire quieto!
¡Qué alas de águila con el vuelo extraviado!
¡Qué nardos en la cruz del hombre!
Un rumor de río transitaba sin olas por mis ojos y mis pestañas, juncos de la noche, saludaban a la mañana blanca de ojos blancos que desalojaba lentamente su placenta amarilla.
Dejé de ser yo, centro de la nada y parte de lo efímero y mi aura crujiente se integró en el paisaje blando, con la línea fina de la silueta de los muertos presentes, en el azul de los presentimientos eternos y en el hueco de las almas perdidas en desentierro.
Mientras, mi alma se inundaba silenciosamente de las flores con que se dibuja la tierra a sí misma, ofreciendo su aliento de primavera a los cervatillos que estrenaban su primera carrera.
Sin ser yo fui todo lo demás y sentí el temblor de la vida deshaciéndose en el aire como un suspiro leve y profundo, ligero y pleno.
El tiempo recorrió distancias en las que yo no participaba porque yo era tiempo y al final de esos instantes… vi cómo lloraban los relojes.
Texto e imagen © Felipe Espílez Murciano