Situación matrimonial. Parte I

Maritza observó a su marido comiendo lo que había cocinado temprano. Ambos estaban sentados a la mesa, separados por la ausencia de dos sillas y el murmullo de la televisión encendida proveniente de la sala.

Maritza tenía ganas de hablar:

– Pensé que traerías una torta para cenar – dijo.

– Los niños no están – respondió su marido.

Él también quería hablar, pero a la vez tampoco quería.

– Qué bueno que te llame para saber, sino me hubiese atenido con la cena-  continuó ella, anticipando de nuevo un breve silencio. Pero lo grave del silencio la hizo volver a hablar – Y… ¿Cómo te fue hoy? – preguntó.

– Bien – respondió el marido sin dar cabida a otras palabras.

– Viniste temprano hoy – señaló ella.

– Ajá – respondió él. De reojo miró a su mujer ponerse cabizbaja. Entonces se atrevió a preguntar también- ¿A vos cómo te fue?

– Igual – contestó Maritza, con la mirada atenta y apenas una sonrisa– Supongo que bien. Cansada – concluyó encogiéndose de hombros.

Maritza quería escuchar a su marido, realmente quería que platicaran, retomar esa costumbre que habían mantenido por mucho tiempo a la hora de la cena.  Durante la espera a que algo ocurriera, ella acarició con su vista el rostro de ese hombre que masticaba frente a ella. Al verle las patas de gallo en los extremos de los ojos, así como su cuello empezando a arrugar y la frente ceñida, un pensamiento repentino le asaltó en la cabeza – ya está viejo – se dijo, y volvió al silencio hostil.

– ¿Te ha gustado la comida? – preguntó.

– Sí – contestó él.

– He tratado de no cocinar con mucha sal últimamente.

– Ah, ¿y eso? – preguntó él.

– Los expertos dicen que…

– Ah, sí… – interrumpió el marido. Luego dio un largo bostezo.

– Has de estar cansado.

– Un poco, sí.

– Yo también – alcanzó a decir ella – Yo también.

No hubo más conversación en la mesa.

Terminada la cena, Maritza se ocupó de lavar los platos. Restregaba con fuerza para deshacerse de la grasa que había quedado pegada en el sartén en el que cocino. Alcanzó a ver, estirando un poco el cuello, a través de la puerta que conectaba la cocina con la sala, los pies de su marido reposando sobre el brazo del sillón – seguramente ya se quedó dormido – pensó.

Dejó el fregadero y secó sus manos con la blusa que llevaba puesta esa noche, se asomó a la sala y se dio cuenta que estaba en lo cierto. El marido estaba tendido en el sillón con los ojos cerrados y posando incomodo, con el control remoto en una de las manos y la otra debajo de su espalda. Maritza creyó que era buen momento para fumar un cigarro.

Salió al patio de enfrente de su casa y caminó hacia la sombra del árbol más próximo. Con dificultad, buscó en sus bolsillos el cigarro que había comprado la tarde de ese día. Todavía sentía encima la mirada acusadora de doña Sofía, quien cada vez fruncía más el ceño cuando Maritza iba a su tienda y le pedía, al finalizar sus compras diarias, un cigarro.

En las últimas semanas se había sentido bajo mucho estrés, y ciertamente, lo manifestó una noche debido a un comentario repentino de su marido, cuando éste cuestionó el planchado en las mangas de una camisa de trabajo; Maritza estaba terminando de lavar la loza, y soltó los platos que sostenía con las manos aun húmedas, provocando que cayeran al piso volviéndose añicos de inmediato.

– ¿Hermana Mari…? – llamó de pronto una mujer en la oscuridad del patio de enfrente de su casa.

Maritza, de la impresión, tiró el cigarro al césped que aún no mandaba a chapodar a pesar que su marido se lo había pedido desde hacía días, y al reconocer a la mujer que apareció de repente a sus espaldas, respondió:

– ¡Hermana! ¿cómo está?

– Bien, hermana. – contestó la otra mujer – La paz del señor.

Ambas se estrecharon las manos.

– ¿Por qué no fueron a la reunión? – preguntó la mujer con una sonrisa maliciosa – Los estuvimos esperando.

– Sí, bueno – titubeó Maritza – es que él vino cansado y con hambre y… Pues…

– Entiendo. Pero no se alejen demasiado, saben que cuentan con todo el apoyo de la comunidad en estos momentos. Los extrañamos mucho.

– No, no, lo que pasa es que, pues… Usted sabe.

– Claro, claro, entiendo – asintió la mujer que llevaba consigo un morral atravesado – No es fácil.

– ¿Y el hermano? – preguntó Maritza – ¿no viene con usted?

– ¡Viera cómo le ha tocado!, ha tenido turnos de noche y cómo decir que no; aunque viera que a él le cuesta irse a trabajar así, porque es bien apegado a los cipotes y no le gusta que me quede sola con ellos en la noche, entonces…

– Sí, bueno, por la situación es compresible, supongo – compadeció Maritza.

– Sí, sí. Bueno, hermana, me dio gusto saludarla, me voy porque ya es noche. Espero verlos en la próxima reunión.

– Veremos – contestó Maritza sin mucho ánimo.

– La paz del señor.

– Igualmente, hermana. La paz del señor – se despidió Maritza.

Cuando la mujer se alejó lo suficiente, Maritza, con afán, buscó el cigarro que había tirado. No lo veía por ninguna parte, pero encontró en una de las bolsas de su pantalón su celular, cuya lámpara ocupó para alumbrar el césped; mientras lo hacía, vio pasar un carro y escuchó la bocina, reconociendo de inmediato al conductor y al acompañante. Ella alzó su mano en forma de saludo y vio el carro aparcar dos casas más adelante.

– ¿Qué estás haciendo? – preguntó su marido de pronto.

Maritza se volvió hacia él asustada, lo vio parado frente a ella, adormitado, bajo la sombra del árbol.

– Pues…-volvió a titubear – Estaba por empezar a fumar.

Él desaprobó la acción moviendo la cabeza.

– Carmencita y Toño han vuelto – dijo ella – Acaban de pasar en el carro.

– No me interesa – contestó él con desdén – Me voy a dormir ya. Buenas noches.

– Buenas noches – respondió ella, viéndolo volver al interior de la casa.

Maritza se quedó ahí un momento, siguió alumbrado con la lámpara del celular hasta que finalmente encontró el cigarro entre el césped, se tomó el tiempo suficiente para fumarlo, tiró la colilla cuando ya había acabado, y se quedó meditando unos minutos antes de volver adentro.

Cuando lo hizo, encontró la televisión apagada, y luego se paseó por toda la casa apagando luces. Fue a la habitación y miró a su marido tendido en la cama sin ninguna sábana cubriéndole el pecho desnudo. Se dirigió al baño a cepillar sus dientes, hizo gárgaras como todas las noches, se soltó el cabello y se metió a la ducha.

Luego buscó en el armario un camisón de filtro suave, uno de color rosa pálido; sintió la textura del camisón con la yema de sus dedos y se lo puso de pie frente al espejo, fijándose que sus venas a la altura de las pantorrillas empezaban a notarse más; se untó sus manos de crema y luego se masajeó los pies y las piernas.

Cuando regresó a la habitación, escuchó los fuertes ronquidos de su marido con la luz de la luna, que entraba por la ventana de un costado, iluminándole el rostro. Maritza desamarró las cortinas y el tono de la habitación se tornó azul, debido al color de éstas y la potente luz de afuera que las atravesaba.

Se sentó en una esquina de la cama y observó a su marido por un momento, no distinguió las arrugas que le había visto en el cuello y en la frente durante la cena de esa noche, pensó que el tono azul de la habitación le favorecía, pues con eso él parecía más joven de lo que en realidad era, y tuvo un pequeño destello de cuándo lo miró por primera vez veinte años atrás.

Maritza se acostó lentamente en la cama, dejando caer sus manos en el pecho de él con la misma lentitud hasta empezar a besarle el torso. El marido despertó al sentir el roce de la seda del camisón y la boca de ella pegada en sus pezones, y antes de que pudiera levantarse por completo, ella se le tumbó encima y le besó agresivamente la boca.

– ¿Qué estás haciendo? – susurró él, sin recibir una respuesta inmediata.

– Me gusta verte dormir – murmulló Maritza, deteniendo su afán un segundo.

– ¿Por qué me despiertas entonces? – preguntó él – ¿Puedes parar por favor? No es momento para esto.

Pero pareció que Maritza no escuchaba, pues decidió callarle con otro beso arrebatado.

– ¡Ya, para!

– Quiero hacerlo – expresó ella.

– ¡Para ya!

– No quiero…

– ¡Basta ya, Maritza! ¡Por el amor de Dios! – y él se levantó de golpe, apartándola de encima.

Maritza, como avergonzada, quedó de costado en el otro lado de la cama. Con sus ojos brillantes en el azul de la habitación, lo miró de pie frente a ella y no pudo contener la molestia que aquél rechazo le hizo sentir de inmediato.

– ¿Y cuándo será el momento entonces? ¡Me vienes diciendo lo mismo desde hace días y ya estoy cansada, Efraín!

Hubo silencio de parte de él. Éste se alejó de la cama y fue hacia la ventana, dándole la espalda. Maritza rompió a llorar.

– ¿Por qué ya no me tocas? – continuó ella entre sollozos– Quisiera que me tocaras como antes, que me hicieras el amor; llevo días diciéndote cómo me siento y no haces nada, ¡y ya estoy harta!

Se acercó a Efraín y le rodeó la cintura con sus brazos.

– Mírame, Efraín, mírame cómo lo hacías antes.

Pero él se reusó a verla. Entonces los ojos de Maritza se llenaron más de lágrimas. Efraín finalmente se volvió al escuchar los sollozos de su mujer.

– ¿Es que ya no me amas? – preguntó ella, entre inútiles intentos por contener el llanto.

Él la miró y dijo sin vacilación:

– El sexo ya no tiene importancia.

– Pero el amor sí lo tiene.

– Sigo molesto – contestó él.

– Te he dicho que no fue mi culpa – repuso ella – Te lo he dicho ya.

– ¡No sigas! ¡No sigas diciéndolo!

Efraín se contuvo y luego añadió moderando el tono de su voz:

– Discúlpame, Maritza. Discúlpame de verdad. Déjame descansar, aunque sea un poco, ha pasado ya un mes y hasta hoy he podido conciliar más o menos el sueño.

Continuará…


© Edgardo Romero

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