Situación matrimonial. Parte II

Efraín se alejó de la ventana y se sentó en la orilla de la cama llevándose las manos a las sienes. Maritza siguió de pie ante él, esta vez con el reflejo de la luz de la luna que atravesaba las cortinas a sus espaldas. Él, al levantar el rostro un momento, la miró y tuvo la percepción que al frente tenía a una figura de cuyos costados salía una potente luz, cuya cabellera brillaba en la tonalidad azul que les rodeaba, al igual que las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. No obstante, Efraín escuchaba, como un eco, los sollozos ahogados en el pecho de su mujer.

Así permanecieron por largo rato, sin decirse nada, buscándose entre la sombra de los muebles que les rodeaban, asomándose por ratos a la luz que entraba, y cuando eso ocurría, las miradas se volvían invasivas a los pensamientos del otro; el silencio de la habitación los apretaba más.

Maritza se sentó en una silla que tenían en una esquina de la habitación, aislada de la luz y recogida por la oscuridad. Efraín, después de mucho, finalmente habló sentado desde una orilla de la cama y rascándose las rodillas como señal de desesperación:

– ¿Sabes lo difícil que es llegar a casa y no encontrarlos sentados en la mesa, esperándome para comer?

Maritza afirmó, moviendo la cabeza.

– ¡Sabes lo difícil que es eso, Mari?

– Sí – respondió a través de un susurro.

– Te lo advertí muchas veces, te lo dije muchas veces, pero no me escuchaste. Te pedí que fueras más atenta, que no los dejarás hacer lo que ellos decían… Ahora ya no están…, ¡y seguís diciendo que no fue culpa tuya!

– ¡Es que no lo fue! – replicó ella – Yo no tenía idea.

– ¡Sí tenías! – reprochó Efraín – ¡Claro que tenías, maldita sea! Sabías lo que podía pasar. No digas… Ni siquiera pienses, no hay… – pataleó sentado en la cama.

Maritza dijo:

– ¿Y piensas que sólo vos sufrís?, ¿de verdad piensas eso? ¡Yo también estoy sufriendo!

– ¡Deberías! – gritó él – ¿Por eso estás fumando? ¡Esa es tu maldita excusa para empezar con eso otra vez!

– ¡No!, ¡claro que no!

– ¿Entonces? – preguntó Efraín – ¡Entonces!

Otra vez un silencio súbito. Luego Maritza empezó a decir:

– Cuando estoy sola en casa, cuando ya te has ido a trabajar y me quedo sola todo empieza a dar vueltas y vueltas, todo empieza a cambiar… – el llanto la embargó otra vez – Los encuentro en el sillón, ahí, viendo televisión, recién bañaditos y con su ropita limpia; yo los escucho correr por la casa, los escucho reír en su habitación, llorar; los escucho venir a mí y que me halan la falda. La niña se queja del niño, porque dice que le pega o le toca el pelo – hizo una pausa – A veces me piden que les cante y yo…

Ella se echó a llorar completamente, pero trato de recuperarse:

– Yo canto con ellos. Puedo escuchar sus voces al compás de la mía, mirarlos conmigo en el sillón cantando como lo hacíamos incluso ese día antes que…, antes que…

Todas las tardes, cuando el sol empezaba a descender entre los tejados de enfrente, Maritza se asomaba a la ventana que daba vista a la calle principal. Un escalofrío le entraba brusco al cuerpo y sentía cómo dos manos invisibles le apretaban con fuerza los hombros. A través de la ventana veía a sus dos hijos corretear en medio del césped crecido de enfrente, la niña con un overol de lona desgastada y su cabello liso recogido en dos colitas, mientras el niño, con su short caqui y una camiseta desmangada, corría tras la pelota que su hermana le lanzaba.

Pero cada vez que Maritza trataba de alejarse de la ventana para no ver aquello, esas dos manos que sentía sobre sus hombros no la dejaban volver adentro; ella sentía que otra presencia la tomada de la quijada y la obligaba a seguir viendo. Entonces, con lágrimas en sus ojos, y el corazón palpitando debido a la angustia por lo que estaba a punto de suceder, miraba la pelota ir en dirección de la calle, sin tener claro cómo eso era posible; tras la pelota iba su hijo pequeño, tratando de alcanzarla, y la niña siguiéndole a él y diciendo – ¡espérate! ¡a dónde vas! – Y de repente el chillido de unas llantas – ¡mamá!

Maritza volvía la vista un poco más allá. Se miraba a ella misma conversando con Carmencita, su vecina de toda la vida, con un vestido rojo y el cabello suelto. El grito de la niña llegó a sus oídos, y lo único que alcanzó a ver al darse la vuelta, fue un carro detenido a mitad de la calle y la niña tendida en el pavimento; y la mano del niño extendida debajo de las llantas del vehículo.

– ¿Sabes lo perturbador que es eso, Efraín?, ¿tienes una idea de lo que es eso?

Él permaneció en silencio con la mirada extendida en el piso.

– ¡Es tan injusto que solo yo tenga que vivir con eso!

Efraín la miró y no pudo sentir compasión. No había podido sentirlo desde entonces.

– Cada quien vive con lo que le corresponde –contestó poniéndose en pie.

Ella le apartó la mirada.

– Vos no tenés idea – dijo – Has pasado en tu trabajo todo este tiempo, ocupando tu mente en otras cosas, hablando sobre lo que sientes con tus amigos mientras yo paso todos los días aquí sola, encerrada, sin poder hablar con nadie, sintiendo el rechazo de todos, sintiendo tu rechazo; juzgándome.

» Estoy aquí soportando su ausencia y escuchándolos, ni siquiera ellos me culpan de lo que les pasó, y vos venís y encontrás siempre todo en orden, la casa, la ropa, la comida siempre hecha, comés tranquilo todo el tiempo, ¿pensás que yo hago lo mismo también?, ¿me has preguntado alguna vez si he comido?, ya no me llamas a medio día para saber cómo estoy o cómo me siento realmente con todo esto. Vos no tenés grabado en la mente el momento en el que las cosas pasaron. ¿Te parece justo eso?, ¿te parece justo que, a pesar de haber renunciado a todo por lo que trabajé durante años para cuidar de ellos, en un segundo la vida me los haya quitado, y de esa manera? ¿Te parece justo que yo tenga que vivir con la culpa?

Maritza se abalanzó hacia él repentinamente y empezó a darle golpes en el pecho, mientras repetía – ¡Decíme! ¡Decíme! – hasta caer de rodillas en el piso, exhausta.

Efraín la miró y casi en susurros dijo:

– Pero tampoco es mi culpa.

Maritza levantó la mirada y tímidamente respondió:

– Si realmente es mía, podrías al menos ayudarme a vivir con ella…

Él movió la cabeza en señal de negación.

– Duele – contestó después, como si algo le hubiese empujado las palabras desde lo más profundo del pecho – Los extraño demasiado por ahora.

Efraín buscó la puerta de la habitación y salió.

Maritza regresó a la silla y juntó sus piernas para apoyar su cabeza, continuó ahogándose en su llanto. De pronto, escuchó un ruido, como si algo se hubiese caído de algún mueble, detuvo sus sollozos y buscó a su alrededor; se dispuso a escuchar con atención, pero no vio nada; estuvo atenta unos segundos y entonces volvió a escuchar los ruidos, que ahora parecían más bien unos murmullos.

Fijó su mirada en el armario que tenía al otro lado de la habitación. Vio que una de las puertas se abría lentamente. Sintió curiosidad por acercarse, aunque también sintió frío en el cuerpo. Fue alejándose cada vez más de la luz azul que entraba por la ventana, y cuando ya se hubo alejado lo suficiente, encontró a su hija con el cabello suelto y el pijama que solía ponerse para dormir dentro del armario. Maritza se espantó. La niña la miró caer de espaldas al piso.

– No podemos dormir, mami. Mi hermanito dice que tiene pesadillas, y yo también he estado dando vueltas desde hace un rato.

Maritza se acercó a la niña con los brazos extendidos para darle un abrazo, que se consumó, además, con un beso que la niña le dio en la mejilla; un beso tan suave y real que le hizo sentir algo extraño en el cuerpo, como si le hubiesen devuelto algo que había perdido o que alguien le había robado.

– Papi está enojado, ¿verdad, mami?

Maritza asintió.

– Es que los extraña mucho, mi amor – respondió- Igual que mami que los extraña – sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas – Nos hacen mucha falta.

– Entonces, ¿por qué no vienen con nosotros?

– ¿Cómo?

– Solo háganlo. Si papá no quiere venir, puedes venir vos.

– ¿Y tu hermanito?

– Ya te dije, no puede dormir – respondió la niña – Él también quiere que vengan. Dice que hasta entonces podrá conciliar el sueño.

A lo lejos, se escucharon los pasos en seco de Efraín. Cuando Maritza regresó la mirada al frente, tenía los brazos extendidos sosteniendo nada. Metió la cabeza en el armario y apartó las camisas que colgaban de las perchas para buscar al fondo, miró las esquinas, arriba, pero no encontró a nadie.

Efraín, al entrar nuevamente, se encontró con una habitación muerta, pero iluminada por la luz que entraba por la ventana, así como su mujer metida entre las sábanas; sin hacer ninguna otra cosa, él se quedó sentado un momento en la orilla de la cama, carraspeó y prosiguió a meterse bajo las sábanas también. Ambos permanecieron en vela esa madrugada, pero dándose las espaldas.


© Edgardo Romero

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