Sobre la tristeza

Es la pesadumbre, una losa que atenaza que aprisiona y anula.
Sin embargo, la vorágine de la ciudad la distorsiona, la disimula.
La pesadumbre en una gran urbe es más llevadera, se disuelve y se corporiza.
Es algo así como:
La máscara al actor.
Como el dolor a la enfermedad.
Como la hipocresía a la política.
Como el desencanto a la ilusión.
A mi alrededor, existen cientos de elementos físicos o mentales que de alguna manera, hacen olvidar el sentimiento de tristeza.
Que la tristeza es algo ajeno que te posee o por el contrario que surge de tu ser como un manantial oculto.
Sin embargo, ese mismo sentimiento, trasladado a la naturaleza se transforma.
La melancolía en la naturaleza se hace dueña de las circunstancias y me domina.
Mas aún:
Tiene la desfachatez de sentarse frente a mí y retarme con la más sutil y cruel de las sonrisas.
Pero yo estoy infinitamente cansada y me siento inerme, incapaz de luchar contra ella.
Hay algo morboso y a la vez grandioso en la admiración que produce un firmamento asaeteado de nebulosas.
De polvo de estrellas.
De constelaciones.
De puntos de luz que surgen veloces y cruzan en la quietud mágica de la bóveda celeste.
Mientras desde un punto estratégico del monte, contemplo arrobada la noche exultante de aromas silvestres.
La melancolía puede llegar a convertirse en una savia embriagadora y envolvente.
Hasta tal punto hechizante que podría abrir mis venas y sentir fluir mansamente el dulce y adormecedor elixir de su veneno.
Hasta que ensambladas en una:
La noche de estío, la tristeza y yo.
Nos disolviéramos morosamente.
A la luz rosada del alba.
Para siempre.

© Rosario de la Cueva

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