Soñadas Bodas de Oro
Mis padres se separaron cuando yo tenía solo tres años. Me impactó tanto que, ya más grandecita, soñaba con que mi matrimonio sería una unión estable que me permitiría llegar a celebrar mis Bodas de Oro, tal como mis tíos-abuelos cuya ceremonia de renovación de votos quedó para siempre en mis ojos y en mi alma cuando los vi entrar a la iglesia con sendos trajes de novios, seguidos por sus hijos “testigos” y sus nietos vestidos de pajes y damas de honor
El 21 de marzo de 1973, día del cumpleaños de mi novio, le regalé un álbum fotográfico para que guardara las fotos de su reciente viaje a Río de Janeiro. Mi suegra exclamó “¡Ya tienen el álbum de matrimonio!”. Sin darme cuenta cómo, se fijó la fecha de nuestro enlace en un día de mayo de ese año. Me sorprendí mucho pues yo aún estaba estudiando y eran tiempos difíciles en Chile, ¡pero estaba enamorada y acepté el reto! No analicé la promesa romántica que me hizo mi futuro esposo “No te prometo dinero, solo mucho estudio” … y que la cumpliría al pie de la letra.
Todo escaseaba en Chile; encontrar zapatos blancos y tela para confeccionar el vestido de novia fue una odisea. Tuve que conformarme con lo que encontré: zapatos blancos de charol, un macramé francés “carísimo” y raso blanco para el vestido. El resto me lo prestaron: un hermoso rosario para llevar en vez de ramo de flores y un tocado con velo. ¡Al menos luciría como una novia!
El matrimonio civil se realizó el 23 de abril. Estaban presentes nuestros padres y nuestros mejores amigos que fueron los testigos. Finalizada la ceremonia, mi amiga Marisol y yo tuvimos que partir de inmediato al hospital clínico de la Universidad Católica a cumplir con nuestro turno como internas de Enfermería. ¡No teníamos tiempo para festejar!
El matrimonio por la Iglesia Católica se programó para el 26 de mayo. Era necesario completar un cursillo prematrimonial obligatorio de cuatro semanas. Las charlas eran dictadas por un médico, un sacerdote y dos matrimonios. Yo era la menor del grupo y sentía cómo el resto de los asistentes me compadecían después de cada intervención de mi novio: cuando las dos parejas de casados contaban sus experiencias matrimoniales fomentado el trabajo en equipo para la realización de las tareas del hogar, mi “prometido” acotaba que él trabajaba como médico y contrataría una asesora del hogar para esas labores. Frente a los cuidados de los hijos pequeños, como mudarlos, darles de comer o hacerlos dormir, él discutía que ese era un trabajo femenino y le correspondía a la mamá. ¡Por suerte se aprobaba el cursillo solo por asistencia! Mi marido lo habría reprobado.
Los preparativos sucedieron tan rápido entre mis turnos hospitalarios, mis exámenes escritos y la elaboración de mi tesis, que apenas recuerdo cómo pude llevarlos a cabo.
La iglesia que me correspondía por domicilio era La Asunción, donde se habían casado mis bisabuelos italianos, pero la familia del novio eligió la Iglesia Santa Marta, que les correspondía y donde contarían con más estacionamientos para los asistentes. La recepción se realizaría en la Casona de Las Condes, un hermoso recinto declarado monumento nacional. Las fotos y una película, tanto de la ceremonia como de la recepción, serían el regalo de un amigo de mi padre. El auto que me conduciría a la iglesia lo conseguiría mi suegro con su mejor amigo.
¡Por fin llegó ese día tan esperado! Mis padres y yo, vestidos para la gran ocasión, esperábamos primero a mi suegro, que conduciría a mi madre a la iglesia, y enseguida, el auto que nos trasladaría posteriormente a mi padre y a mí. Pero cuando llegó mi suegro, ante nuestro asombro, nos preguntó: “¿Y con quién se van ustedes?” ¡Fue mi primer shock!, ¡él se había ofrecido para conseguir el auto de su amigo Said! Pero era tarde para ubicarlo, así que nos trasladamos todos en su Fiat 600 para cambiarnos a otro auto más amplio en su casa. Ese día había paro de la locomoción colectiva y en el trayecto encontramos los paraderos atestados de personas esperando poder ser trasladados por particulares; muy pendientes del tránsito vehicular se sorprendían al ver una novia tan…extraña y agitaban sus manos saludándome. Yo lo único que quería era pasar inadvertida y rogaba en silencio ¡Trágame, tierra!
Finalmente ingresé a la iglesia del brazo de mi padre intentando borrar la pesadilla del traslado. Pero un nuevo evento negativo empañó la ceremonia; el sacerdote cambió los nombres de los contrayentes y dirigiéndose a mi marido le dice “Danilo Millas, ¿recibes por esposa a Angélica… …?”, ¡Mis nervios estaban por explotar! Angustiada miraba a los asistentes mientras apretaba el rosario y pedía auxilio a toda la corte celestial pues el sacerdote no entendía nuestros nombres. ¡Finalmente, no sé cómo, nos declaró marido y mujer!
Nos trasladamos a la Casona de Las Condes. La recepción, el vals y unas pocas fotografías ya que, como pudimos comprobar tardíamente, el fotógrafo acudió ebrio al evento: sus fotos salieron borrosas y la película de 16 mm solo mostraba los hermosos árboles de la casona (pataguas, maitenes, arrayanes, entre otros) con “barridos” que no permitían distinguir a los asistentes. Esto me motivó a plasmar en óleo sobre tela “Imagen utópica” donde aparecen los familiares “nítidos” y la hermosa casona omitida en la película.

La luna de miel en el hotel San Martin Viña del Mar no tuvo el encanto que toda novia sueña. El domingo a las ocho de la mañana estábamos sentados en el comedor del hotel tomando desayuno. Era una fría mañana otoñal y yo miraba la playa vacía añorando la tibieza de la cama que me había cobijado durante mi adolescencia, especialmente los domingos en que tenía licencia para quedarme remoloneando hasta más tarde.
Descubrí que mi flamante marido tenía prisa por salir de compras, pero nunca imaginé que iríamos a una librería en busca de un libro. ¡Había olvidado lo más importante: traer un libro para leer! (Buena idea para no aburrirse en la Luna de Miel) Después de una hora de ojear y hojear encontró el libro adecuado: “Vera historia del deporte” de Oski. ¡Ahora estaba tranquilo y feliz con su libro bajo el brazo!
Después de almorzar volvimos al hotel, nos recostamos y él comenzó a leer. De pronto se dio cuenta de que yo no tenía nada para entretenerme y amablemente llamó por teléfono a la recepcionista solicitándole la revista Paula. La recibió y me la pasó diciendo “Toma, para que no te aburras”
Ese no fue el único evento insólito de mi romántica Luna de Miel. El lunes en la noche fuimos a la casa de su tía Paloma a ver la final de la Copa Libertadores de América en el televisor que tenían en la cocina. Yo no entendía nada de fútbol y se me hicieron eternas esas horas, ¡lo único que quería era estar en una cama calentita viendo una película romántica!
El miércoles volvimos a Santiago para almorzar en la casa de sus padres ¡Había terminado la luna de miel de tres días! En la tarde nos dedicamos a ordenar la casa y guardar los regalos de matrimonio. Esa noche decidí volver a clases: era más feliz con mis compañeras y con los pacientes del hospital.
Después veinte años, tuvimos una separación traumática pero nunca disolvimos el matrimonio. Ahora estoy cumpliendo esas soñadas Bodas de Oro solo en los registros. ¡No habría podido soportar treinta años más de convivencia!
Texto e imágenes © Cecilia Byrne