Tres segundos dentro de los ojos del juglar
Es cuestionable afirmar que recordamos las situaciones tal y como ocurrieron; no en vano, hace escasos años se popularizó el denominado «Efecto Mandela», que venía a poner el foco —pese a constituir una teoría pseudocientífica— en cómo residimos en la realidad, pues muchos de nuestros propios recuerdos son fruto de una deformación. Salvando las numerosas distancias, Sócrates introdujo en el diálogo Menón de Platón la teoría de la reminiscencia, por la cual adquirir conocimiento se relaciona con recordar lo que el «alma» conocía cuando habitaba en el mundo inteligible de las ideas, antes de caer a nuestro mundo sensible y quedar encerrada en el cuerpo.
Valga referirme a ello para ahondar en la experiencia que 2.200 personas vivimos el 7 de junio de 2023, pues el espacio donde se celebró el recital madrileño del juglar del siglo XX y XXI, Bob Dylan, parecía encontrarse en el mundo inteligible. Del mismo modo, da la impresión de que las almas de todos perdieron el rastro de lo aprendido en esa otra realidad, y resulta complejo volver al concierto del huraño músico estadounidense, premio Nobel de Literatura en 2016.
Dylan, llamado en realidad Robert Allen Zimmerman y cuyo nombre artístico proviene del también poeta Dylan Thomas, es autor de miles de versos en una carrera que se expande más de seis décadas. Muchos forman parte indiscutible de la historia de la música universal, pero no hubo ni rastro de sus más conocidos en su interpretación en la capital española. En el marco de su Never Ending Tour, activo ininterrumpidamente desde 1988, Dylan no pretendió volver a las décadas de 1960 o 1970, donde fue clave culturalmente y una de las voces primordiales de toda una generación. Tampoco le hizo falta: «I go right to the edge, I go right to the end / I go right where all things lost are made good again», entona en su reciente I Contain Multitudes (2020), inspirado por el poema «Canto de mí mismo» de Walt Whitman.
Así, Dylan sigue en busca de todo aquello ya perdido, fiel a sí mismo; Dylan es hoy, ayer y siempre, aunque resultara injusto —sobre todo consigo— renunciar a admirables composiciones como Idiot Wind (1975), donde su lenguaje metafórico y su lirismo brillan en todo su esplendor: «The priest wore black on the seventh day / And sat stone-faced while the building burned / I waited for you on the running boards / Near the cypress trees, while the springtime turned / Slowly into autumn».
La epifanía protagonizada por el músico demuestra que el mester de juglaría sigue activo en nuestra era. Si antes se producía rudimentariamente de villa en villa, hoy se hace en aeronaves, por los pueblos de la aldea global. Quizá con ello en la mente Dylan rechaza el grueso de la tecnología, dificultando la introducción de teléfonos móviles en los recintos y prescindiendo de pantallas o efectos para el espectáculo. Acaso por ello, su hoy se compone únicamente de su voz y su música. Y en realidad de eso se trata.
El espacio, por su parte, contribuía igualmente a la peculiaridad del momento. El decorado era sobrio, tal vez del «another lifetime» con que se inicia Shelter from the Storm (1975); de hecho, eran los abetos del Jardín Botánico Alfonso XIII, donde se celebraba el recital, los que vestían la puesta en escena, pues, iluminados de un sutil azul, complementaban la luz proyectada hacia la parte baja del escenario, como si los músicos tocaran en medio de una hoguera mortecina, «down the foggy ruins of time / far past the frozen leaves / the haunted frightened trees» que relató en Mr. Tambourine Man (1965).
En uno de esos momentos, rompiendo todo protocolo, abandoné mi asiento en las gradas, llegué al patio de butacas y bajé a los pies del escenario, a unos dos metros del cantautor y poeta. De forma inesperada, Dylan levantó entonces la mirada de su teclado e, inconscientemente, la dirigió hacia mí. Pude adentrarme así, durante unos instantes, en sus penetrantes ojos. Estos, aunque entrecerrados y con un atisbo de cansancio, siguen manteniendo la viveza de siempre y el enigma al que él contribuye. No en vano eran los mismos que décadas antes habían visto la Marcha sobre Washington de 1963; las cámaras de la CBC ante las que tocó por vez primera su incombustible The Times They Are Changin’, en 1964; las 72.000 personas que poblaban el estadio Wembley en 1985, con motivo del histórico Live Aid; la distinguida carta que avisaba de su Nobel de Literatura, antes de rechazar formalismo alguno y plantar a la Academia Sueca.
Frente a frente, la mirada de Dylan, en la que pude vislumbrar su espíritu desengañado e insobornable, me siguió durante tres segundos. Sin embargo, cuando procesaba que aquel hombre arisco y único de 82 años me observaba, bajó la mirada para perderse de nuevo entre las teclas blancas y negras con que interpretaba Goodbye Jimmy Reed (2020). Precisamente en esta composición reafirma la esencia de su misma carrera: «Never pandered, never acted proud / Never took off my shoes, throw ‘em in the crowd»; ya lo había advertido veintiún años antes, en su Things Have Changed: «Only a fool in here would think he’s got anything to prove».
Semanas después, puede que desorientado en el «edge» en que Dylan declara que se mueve, mi experiencia ya no es vívida. Tal vez ello es fruto de mi subconsciente, pues como escribe Soledad Puértolas en Queda la noche, «los mejores recuerdos no son los que dejan los instantes más felices. Por el contrario, los instantes más felices acaban siendo los peores recuerdos que puedes tener porque no se soporta la intensidad perdida». ¿Fue aquella coincidencia con Bob Dylan un espejismo? Tal y como duda John Lennon en #9 Dream, «Was it in a dream? / Was it just a dream?».
De cualquier modo, parece que aquellas dos privilegiadas horas en el mundo inteligible se han perdido parcialmente en su transcurso hasta nuestro mundo sensible. Pero, aunque el cuerpo olvide lo allí escuchado y contemplado, no así el alma, por mucho que esta terminara encerrada dentro del mismo, a buen recaudo «knock, knock, knockin’ on heaven’s door».
© Luis Gracia Gaspar
Imagen: Mural callejero de Bob Dylan. Dominio público.