Un cigarro
Tomó su cigarrillo y se depositó en el sofá. Era el último que le quedaba. Se había fumado toda la cajetilla entre ayer y hoy, viendo a través de la ventana el tráfico minimizado por la Caracas. Se podía ahora contar los autos mientras subían y bajaban. Los autobuses azules y rojos ahora dominaban la avenida. Se había dedicado a observar los cerros orientales, Monserrate, mientras lanzaba injurias contra la alcaldesa, contra el presidente.
Habíamos improvisado en la sala, frente al ventanal que daba a los cerros y a la Caracas, un escritorio con todos nuestros trabajos. No había razón para mantenernos en el cuarto de atrás. Desde aquí desarrollábamos nuestro trabajo para el periódico. Había telefoneado a María antes del mediodía. Tenía sus esperanzas depositadas en ella, claro, cigarros y sexo. Así que pasadas la una de la tarde sonó el timbre del citófono. Corrió como quien trata de salvarse de algo y descolgó el auricular.
No solamente había traído cigarros María, una botella de ron de las baratas, pero ya poco importaba. Había que consumir las siguientes horas. Yo ya había escrito mi artículo sobre Onetti. Así que no solamente era el vacío de la avenida y el silencio inusitado de la tarde frente a los cerros orientales. Era igualmente el vacío existencial que dejan las obras de Onetti.
Que abriera las cortinas, entonces eso hizo. Tomé un Piel Roja y a continuación todos nos alternamos para encender. Quique, Maria y yo fumábamos. Cada quien hacía lo que podía. Quique se daba de experto tratando de formar aros perfectos. Yo inhalaba y arrojaba el humo de cualquier manera. Hablamos de la ciudad desolada, de las formas secretas para burlar las restricciones. De cerca se notaba cómo María se había repintado los labios de rojo. El contraste con su rostro blanco y su pestañina negra habiéndole bordeado los ojos oscuros me encantaba a mí particularmente. Quique seguía con su mirada fija en la avenida. Al otro lado, toda la cuadra del comercio cerrado, solo una farmacia permanecía en servicio.
Ellos tomaron la delantera con el ron. Yo, en cambio, me había repuesto del sofá para sentarme en el escritorio. Andaba organizando algunos documentos sobre la publicación de Onetti. Naturalmente, cada cierto tiempo, levantaba la mirada. Quique se había adueñado del estéreo, había monopolizado la música con algo de jazz. María no entendía. Estaba pegada a la botella mientras el muy embustero le hablaba de Charlie Parker, Charles Mingus y Louis Armstrong. Sin duda, ya se había embriagado. María bostezaba.
Había cruzado sus piernas y me miraba con complicidad. María vestía pantalones de jean y sandalias negras. Una chaqueta de jean y una blusa negra le cubría el torso. Los ojos de Quique vacilaban en mantenerse abiertos y a mí me empezaba a invadir una ansiedad perniciosa. Estiré su copa y María contestando a mi gesto la llenó completamente. Ahora ella se había soltado el cabello y lo dejaba caer con su color rojizo por sus hombros y su espalda. Entendí que debía deshacerme de Quique. Le embutí todo el ron y él apenas pudo resistirse ligeramente a ello.
La tarde caía y la luz del sol se había tornado más brillante pero débil. Caía sobre el asfalto de la avenida Caracas. Algunos autos de la policía pasaban intermitentemente. Tomé los cincuenta mil que tenía Quique en el bolsillo de su pantalón y le pagué a María por adelantado. María estudiaba psicología en la Nacional.
Me envolvió con sus cabellos, sentándose sobre mí. Sonaba Billie’s Bounce, de Parker. Me enloqueció una y otra vez con su cabello cayendo sobre mi cara. La tomé de la cintura y luego sujetándole las nalgas la llevé hacia mí. Bebió de la botella dejando su pintalabios marcado. Había hecho un paralelo entre Onetti y Bukowski. Me pagarían sesenta mil por el artículo, en ocho días. Bebí sintiendo sus labios mientras ella me besaba el cuello, me mordía. Le deposité desde mi bolsillo veinte mil más. Con lo que me pagaran del artículo podría comprar lo de la semana, está bien. Los cigarros, un vodka y algunas latas de atún, otras latas de verduras y ya.
La noche llegó con su oscuridad impertinente. Oí las sirenas de algún auto de policía que se perdía hacia el sur o el norte. Las luces todas apagadas cedían espacio a los rayos mortecinos que venían de la calle. Me incorporé lentamente, desnudo, tratando de esbozar por lo menos la silueta de las cosas. Al levantarme tropecé con la botella y pensé que despertaría a alguien. Observé alrededor, estiré mis manos al escritorio para encontrar los papeles y estaba todo vacío. Mi boca terriblemente seca y la languidez de la luz me precipitaron a las náuseas que no logré cristalizar en algo que me diera paz. Me apresuré a encender la bombilla y al hacerlo todo encandiló mis ojos. Todo, todo había desaparecido con Quique y María: mi computadora portátil, los borradores de los artículos, el televisor, mi billetera.
Tomé el único cigarro que quedaba sobre la mesa. Me agaché para recoger el encendedor y me dirigí al ventanal. Encendí el cigarro y me quedé observando la Avenida Caracas y los cerros orientales, perdidos ahora en la densa oscuridad.