Un comienzo lógico
El viernes era otro de esos días en los que nada se esperaba que pasara. Asediado por las deudas y las llamadas intimidatorias de los bancos, había decidido desviar la atención de esos desagradables detalles, entregándose a un quehacer muy particular, con el que, además, esperaba reunir algo de dinero para cubrir sus deberes económicos. Pacho se dedicaría entonces a escribir cuentos. Con la liquidación de la escuela de idiomas se decidió a comprar libros que le ayudaran a aprender sobre el género.
Llegó X día en el que iba a la compra. Una vez en la tienda de libros, notó que había demasiadas opciones de donde escoger. Pacho formó una pila, en el transcurso de dos horas, de quince libros. El vendedor, quien nunca lo había visto por allí, ya empezaba a hacer cuentas de lo que haría con el dinero del pago por su mercancía. Bárbara, la vendedora del frente -cinco quioscos de libros formaban aquel pequeño centro comercial- le había susurrado al oído los máximos precios permitidos, advirtiendo que el hombre aquel podría ser un turista muy pudiente. El vendedor le insistía que todos los libros eran muy importantes, que estos habían ganado los premios nóvel, que los otros eran de tales países, que aquellos otros representaban a tal o cual movimiento. Su conciencia lo acusaba, con ese dinero podía bien estar pagando las cuotas del banco, el cual incluso durante su compra, le seguía enviando mensajes SMS a su celular. Pero hasta ese momento Pacho había ocultado algo clave para ender su afán por hacerse al trabajo: sus cuatro hijos y su esposa Agripina. Del dinero de la liquidación de la escuela, el hombre apartó cierta cantidad para la comidad de los próximos días, claro, no sin antes hacer cuidadosas cuentas de cuántas páginas tendría que escribir por día, después de aprendida la lección, para producir un corto libro de cuentos. Esto también Pacho lo había ocultado, a propósito; se había inscrito en un concurso de cuentos cuyo premio lo dotaría de una no despreciable suma de dinero. X día era el plazo, así que Pacho estaba dispuesto a llevar adelante su proyecto.
El vendedor le concedió al hombre, después de tres horas, la posibilidad de que se zambullera en su pequeña librería -tres por tres metros. Vino el mediodía, luego los dependientes almorzando y Pacho nada que se decidía. En vez, su pilar ya había crecido a 45 libros. El joven ventero, ilusionado, tuvo que sacar la agenda de apuntes para hacer la lista de las cosas que haría con el pago de Pacho. Bárbara, por otra parte, lucía algo escéptica a esta altura del día. El teléfono había dejado de sonar durante la pausa del almuerzo, claro. Pero volvieron los del banco a ensañarse -tiempo en el cual Pacho había ralentizado la preselección de libros al tener que para su búsqueda para interrumpir las llamadas o apagar las notificaciones de los mensajes.
Bárbara al nota que el hombre había dejado de poner libros sobre la pila y que ya llegaba la tarde, emprendió sus estrategias para ayudar al joven ventero. “Haz que complete los 50”, le rogó el joven. Así que la mujer tomó algunos volúmenes de escritores locales, de Santa Sofía, y se los llevó al hombre de familia. Esperaba sacarlo del limbo donde se encontraba ahora -ya se paseaba las manos por la cabellera. Al ponerlos a un lado de la pila, Pacho miró a Bárbara con cierto desdén de impertinencia, pero antes de que éste dijera algo, la ávida mujer se le adelantó, “del canon de la región, señor. Sus leitmotiv le ayudarán a vender más en la ciudad cuando afuera ya haya hecho lo suyo”. El hombre la miró entre confuso e irritado, y algunos segundos después exhibió una mirada de expectativa infantil. El joven, por otra parte, viendo cómo la mujer descargaba su artillería contra el miserable, estiró su mano, imponiendo entre los tres un volumen grueso, de pasta dura, Manual de literatura Universal para escritores. Pacho, bombardeado por las palabras de la mujer hasta ese momento, apenas si tuvo tiempo de recorrer rápidamente los títulos de los libros dispuestos por ella, cuando justo el asomo de tal volumen -bello por lo demás, con títulos dorados y cintilla de separación de páginas- marcaría el giro de este episodio.
El hombre ojeó el nuevo tomo, mirando el contenido, oliendo las hojas, y apreciando su bondadosa extensión. Bárbara, disimuladamente ponía los tomos expuestos sobre la otra pila, para completar los 50. No alcanzó a poner el último cuando Pacho le hizo un gesto negativo. Bárbara observó inmutada el ademán, aún con el hálito de la victoria que había estado cantando; el joven, orgulloso de su propia jugada -es un secreto que no habíamos contado, que éste siempre requería de la mano de la mujer para una buena venta- sonrió con un gesto infantil y echó un paso atrás. De repente, Pacho, ganando lucidez sobre la pilada de libros y los gestos victoriosos de los vendedores, y llevándose la mano al bolsillo para tomar una pequeña suma de dinero, sentenció: “¡Este! Me llevo solo este. Me parece un comienzo lógico”.
© Cruz Medina
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