Un invierno en Mallorca
Los místicos dedos de Federico,
arrancaban al teclado un doliente nocturno.
Tan romántico como la tisis, que dejaba
impresa su roja firma en los pañuelos de encaje que Aurora, tácitamente, abandonaba sobre el piano o el confidente.
Un aroma a ciprés penetraba por el balcón que asomaba el patio centenario de la dorada Cartuja.
En ese cenit de la tarde, en que Valldemosa era una mezcla de ensueño y realidad. Confundida en un instante mágico. Renovado cada crepúsculo.
Que envolvía el claustro, el brocal del pozo, y las humildes violetas que crecían en el jardín, al pie de las arcadas.
Aurora, en el escritorio, imprimía el título a su última novela, qué llevaría a su habitual editor, apenas regresaran a París.
La fascinación del atardecer se disipaba fugazmente. Y la cruel y desnuda realidad iba posándose tenue, como la noche, en la atmósfera y los objetos de la estancia.
Contemplo al músico: recostado sobre el diván: consumido y febril.
La oscura melena velando su rostro.
El pañuelo en los labios, levemente ensangrentados.
Y una, hasta ahora desconocida agitación, ascendió por su pecho.
¿Y si acaso este fuera su último invierno?
Un invierno en Mallorca.