Un recorrido por el fin del mundo
Era un sueño que debía cumplir: viajar por el fin del mundo.
Todo empezó con los mágicos relatos de mi madre y su infancia en Punta Arenas. Ella me contaba que usaba mucho el trineo y descendía las empinadas calles de la ciudad para llegar al colegio, el British School. Construía muñecos de nieve y comía asados de cordero “al palo”.
Años después de su muerte, viajé con mi familia para rendirle tributo tratando de vivir lo que ella vivió.
Al llegar, lo primero que hicimos fue buscar dónde comer un asado de cordero. Ensartados en largos fierros como lanzas, inclinados sobre brasas ardientes, se escuchaba el chisporroteo de su grasa despidiendo un humo con olor a carne asada que invadía todo el restorán, y presentada en el plato, entre dorada y tostada, nos estimuló el apetito. La carne tierna, jugosa y crujiente fue acompañada con ensaladas y una copa de vino tinto. El postre, después del asado, era innecesario.
Con un día de diecinueve horas de luz solar en el verano, tuvimos tiempo de sobra para nuestros recorridos. Visitamos el casco histórico, su peculiar cementerio con grandiosos mausoleos y los pinos ornamentales, motivo de orgullo regional; el museo Braun-Menéndez, la costanera del Estrecho de Magallanes, el monumento al ovejero y la espectacular panorámica del Mirador Cerro de la Cruz.
En una ciudad donde predomina el frío, la lluvia y la nieve, llamaron mi atención sus techos tan coloridos. Esos colores me acompañaron durante muchos años y ahora que mi nieta Isabel vive allá, la pinté junto a sus padres en el mirador, desde donde se divisa el puerto a través de la techumbre típica de la zona.

Nuestros días no tuvieron descanso.
Navegamos a la isla Magdalena para conocer una reserva natural de pingüinos “rey”. Luego, en la barcaza Melinka, cruzamos el estrecho de Magallanes hasta Porvenir en Tierra del Fuego. Visitamos el Fuerte Bulnes y el Puerto del Hambre con la misma desolación que seguro vivieron los colonizadores españoles que murieron de frio y sin nada que comer. En Bahía Mansa, una hermosa caleta de pescadores, observamos la recolección de “luga”, alga que se utiliza en la fabricación de cosméticos.
De improviso nuestros planes sufrieron un cambio inesperado:
El “Aquiles”, barco de la armada y una especie de Arca de Noé, hizo sonar su sirena a su llegada a puerto. La nave que transporta tripulación, civiles, vehículos y mercaderías a la Antártida chilena, era un grito y un llamado a la aventura. Después de peticiones, solicitudes y permisos, se nos autorizó a navegar. Dos días después nos embarcamos en el “Aquiles” y superamos todas las expectativas que teníamos para esas vacaciones.
Comenzamos por el Canal del Beagle, recalando en Puerto Harris en la isla Dawson. Las labores de carga y descarga del barco nos dieron el tiempo suficiente para recorrerla, apreciar su flora y fauna, admirar la iglesia que resguardó a los últimos indígenas patagónicos.
Al día siguiente llegamos a Puerto Williams, la ciudad más austral del mundo. Fue otro día de aventuras. Nos insertamos en un bosque magallánico que nos sorprendió con una sonora cascada de agua cristalina y muy helada proveniente de “Los dientes de Navarino”, cadena montañosa con pináculos rocosos que evocan una dentadura. Después de la caminata y el aire puro, un plato de centollas nos devolvió las energías con un sabor que recuerda a las apetecidas langostas de Juan Fernández. En la tarde pudimos apreciar a otros seres de buen apetito y una dotada dentadura como son los castores que talando árboles construyen diques y represas para mejorar su habitat.
A bordo del Aquiles yo pasé la mayor parte del viaje en el puente de mando. Sentada en el sillón del capitán recibí los honores de la tripulación. Las “guardias”, que eran tres: la roja, la azul y la blanca, me saludaban y se despedían de mí a coro durante sus cambios de turno, igual como lo hacen con el capitán. Conocí una nueva forma de comunicación náutica para trasmitir desde mensajes simples a frases complejas. Es el “código internacional de señales”. Utiliza banderas rectangulares, triangulares y con dos puntas las que se izan combinadas para transmitir el mensaje que se lee desde la bandera superior a la inferior.
En medio de las travesías y siempre a la misma hora, nos llamaban al “rancho”, las comidas que reparten a bordo en el comedor sobre mesas con el borde levantado (“pestaña”) para evitar la caída de los platos con los vaivenes del navío.
De regreso a tierra firme nos trasladamos a Puerto Natales y al Parque Nacional Monte Balmaceda. La motonave nos proyectó por el seno de Última Esperanza y sentimos nuestra pequeñez al adentrarnos en las fauces de los fiordos y canales que, como laberintos, desembocan en glaciares de hielo azul intenso, llamados “Serrano” y “Balmaceda”.
Después de caminar por los ventisqueros, cumplimos con la tradición de disfrutar un whisky, helado nada menos que con trozos de hielo arrancados ahí mismo a los témpanos milenarios.
Durante la travesía nos deleitó la exuberante vegetación nativa de coigües y lengas situadas en las riberas de los canales y ríos. También me impresionó la mágica transformación de un paisaje gris, producido por los cúmulos de nubes oscuras, en un espectacular cuadro impresionista al asomar el sol y teñir las mismas nubes de naranja contra el azul cobalto del cielo.
Camino al Parque Nacional Torres del Paine nos encontramos con el famoso monumento natural “La cueva del Milodón”. En la entrada había una réplica de este mamífero, extinto hace diez mil años, que parece esperar para posar pacientemente con todos los turistas. Nosotros también nos fotografiamos a su lado, como quedó representado en la esquina inferior izquierda de mi pintura: “Torres del Paine”

Al día siguiente recorrimos el Parque Nacional, declarado La Octava Maravilla del Mundo, el año 2013.
Apreciamos los contrastes cromáticos más increíbles: el cielo azul intenso, las montañas coronadas con nieve, tres torres de granito rojo amarillento y una laguna turquesa. Mirando hacia otra dirección, bosques azotados por el viento, torrentosos ríos azul verdoso, cumbres con vetas minerales y campos de hielo azul. Un lago grisáceo nos presentó espectaculares derrumbes de hielo: sobrecogía el rugido de sus desprendimientos y las grandes olas como tsunamis que arrojaban los témpanos de hielo azul brillante hacia nosotros y hacia la orilla.
En sus doradas praderas encontramos zorros, guanacos, huemules y ñandúes corriendo entre matorrales y calafates. En las alturas, los cóndores y otras aves volaban alto y en círculos.
También recorrimos numerosos accidentes hidrográficos como los lagos Sarmiento, Nordenskjold, Pehoé, Paine, Grey y Dickson y pintorescas lagunas que se denominan por sus colores y una por su profundidad: Verde, Azul, Amarga y Honda. De los lagos y lagunas surgen los ríos de aguas cristalinas, afluentes de espectaculares cascadas como son el Pingo, Paine, Serrano y Grey.
Este viaje fue uno de los más espectaculares que he realizado en mi vida. Me faltan las palabras para describir tanta belleza, colorido, contrastes y sensaciones, especialmente de paz e inmensidad. Creo que mi familia piensa lo mismo. Y los recuerdos ingratos son pocos: el agobio que provocaba la mochila en los tramos de subida del circuito o sorteando bloques de piedras; sentirse completamente mojada, empapada por la lluvia torrencial de una tarde, o el viento helado que cala los huesos.
Al fin del mundo, en Chile, se viven las cuatro estaciones en un solo día.
Texto e imágenes © Cecilia Byrne