Una tarde en Hakone

Muere de amor, la tarde siempre muere de amor, entre los últimos trinos de los últimos pájaros, que se desvanecen en el aire, y entre los rayos del sol que se quema a sí mismo detrás del horizonte, para que nadie lo vea morir. Nadie. Con el honor requerido a los grandes. Ése, ése es precisamente el momento exacto en que la luna, toma las riendas del caballo negro de la noche, entre relinchos de búhos de ojos infinitos, galopando entre los sueños que, entre los juncos, saltan.

Y los ojos del hombre, agotados de amarillo, pliegan sus párpados mientras sus manos se duermen entre el lino sagrado que lo tapa de la muerte. Un sudario de vida. Los cementerios esperan, pero el hombre resiste.

Todo en la vida es resistencia, saber beberse las sombras en los tulipanes apagados. Saber oír el chasquido de las estrellas cuando sorben al universo con sus labios de cometa. Saber ser guardián de la esencia de las amapolas, para dársela al sol que les devolverá el rojo entre los trigos, mañana.

Mañana. Por la noche las huellas no son nada. Desaparece la historia y la memoria se queda prendida en los gusanos de luz que esperan el alba. Al alba, al alba, renovaré mis labios y te besaré con la aurora que sobra.

Mientras tanto, por la noche, la esencia malva del infinito espera. Los cementerios esperan.

Pero el hombre resiste, con sus sandalias gastadas, con su mirada de mimbre, con su cabello revuelto de noche, atento a la flauta que se deshace en el aire en notas de agua.

Una flauta lejana y antigua que ahuyenta a los fantasmas que van buscando huesos para ser algo, para ser alguien.

Si Vd. no la ha oído, algo le falta.

Texto e imagen © Felipe Espílez Murciano

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