Valdivia, la ciudad más lluviosa

Valdivia es la ciudad sureña más lluviosa de Chile. Para graficar esta condición meteorológica se dice que llueve “trece meses al año” y “de abajo para arriba”, aludiendo a que cae con tanta fuerza que rebota y da esa sensación. También se dice “llueve a cántaros” cuando el rebote del agua forma verdaderos pocillos (cantaritos) en el suelo, o “llueve a chuzos”, cuando parece que del cielo caen chuzos de hierro.

Allí nació mi madre. En su infancia, sus sentidos fueron estimulados disfrutando  los sonidos de la lluvia y los truenos, el resplandor de los relámpagos y sus rayos; el aroma a hierba y tierra mojada, la caricia de la llovizna en su piel. Sin embargo, en su adultez viviendo en Santiago, la lluvia le provocaba tristeza, melancolía y la recluía en la casa. Cuando sus amigas la invitaban, ella respondía que iría “siempre que no llueva”.

Los valdivianos están acostumbrados a salir de su casa con un paraguas porque, aunque el día esté soleado, la lluvia puede caer en cualquier momento. La abundancia de paraguas multicolores que decoran ese paisaje urbano, me inspiró para pintar el siguiente cuadro:

Cecilia Byrne. Los paraguas bailan bajo la lluvia. Óleo sobre tela. 60 x 50 (2022)
Cecilia Byrne. Los paraguas bailan bajo la lluvia. Óleo sobre tela. 60 x 50 (2022)
 

Después de la lluvia siempre he disfrutado sus efectos mágicos: los reflejos producidos en las calles mojadas y en los charcos, los maravillosos arcoíris que iluminan el cielo y el refrescante petricor, aroma a humedad y tierra mojada que inunda mis pulmones.

En mi infancia, los charcos eran espejos que me invitaban a chapotear en ellos con ambos pies. Esa lúdica experiencia provocaba la disgregación de mi imagen reflejada mientras me empapaba de pies a cabeza. ¡Era tan divertido que llegaba a llorar de la risa! ¡Cómo quisiera poder hacerlo ahora en mis años dorados! Hoy, siendo peatona, estos charcos me han dado experiencias muy diferentes:

Caminando tranquilamente por la vereda, protegida con mi paraguas, he quedado empapada de pies a cabeza cuando un conductor, creyéndose muy gracioso, ha pasado a gran velocidad sobre uno de ellos logrando una gran ola sobre mí.

En una ocasión tuve la necesidad de contratar el servicio más insólito del mundo: los charcos de la calle me imposibilitaban atravesar hacia el edificio donde trabajaba. Angustiada, acepté la oferta del dueño de un triciclo de reparto que, por unas pocas monedas, trasladaba a los transeúntes que necesitaban cruzar.  ¡Me sentí tan ridícula con mis flamantes botas de taco alto y mi elegante impermeable, equilibrándome en ese improvisado y precario medio de transporte!

Cuando un efímero arcoíris adorna el cielo, me lleno de alegría. Mis ojos lo recorren en todo su trayecto semicircular. Algunas veces parece que nacieran en el cielo y cayeran en el mar, en la cordillera o en algún lugar imaginario. Solo unos pocos forman un semicírculo perfecto. El día 2 de febrero de 2002 tuve el privilegio de cruzar un arcoíris mientras viajaba en un avión. ¡Qué difícil describir lo que sentí mientras iba atravesando sus colores: rojo, naranja, amarillo, verde, azul y magenta!

Mi familia tenía un fundo en Panquipulli, localidad cerca de Valdivia, donde pasaba mis vacaciones. Ahí conocí esos cielos grises cargados de nubes que invitaban a divertirme buscando rostros, animales u objetos que me sugerían sus etéreas formas. ¡Cómo volaba mi imaginación!

Sorprende visitar esa ciudad que, con un clima tan adverso, tiene una arquitectura centenaria de alegre colorido. Los colonos alemanes construyeron esas casas con madera nativa, roble y pellín, recubiertas con tinglados, tejuelas de alerce o planchas de acero acanalado para protegerlas de la humedad.

Al volver a casa, buscábamos el calor de una chimenea o “salamandra” (estufa a leña) o nos reuníamos alrededor de la mesa de la cocina para saborear alimentos que nos ayudaban a entrar en calor: las sopas calientes para el almuerzo o la comida y las clásicas frituras invernales de nombres pintorescos (“sopaipillas”, “picarones” o “calzones rotos”) que disfrutábamos a la hora de “las once” o merienda.

El siguiente cuadro muestra una escena típica: la familia disfrutando una “cazuela” en la cocina.

Cecilia Byrne. Saboreando una cazuela de vacuno. Óleo sobre tela. 60 x 50, (2022)
Cecilia Byrne. Saboreando una cazuela de vacuno. Óleo sobre tela. 60 x 50, (2022)
 

De nuestra gastronomía, las sopas calientes constituyen uno de los platos predilectos para su consumo en los meses fríos. La cazuela es la más popular. En su preparación básica lleva papa, zapallo amarillo, choclo, (maíz), zanahoria y carne: de vacuno, ave, cerdo o pavo. Se le pueden agregar otros ingredientes de acuerdo a disponibilidad, como porotitos verdes (judías, habichuelas) o arvejas (guisantes).

En las zonas costeras, la carne es sustituida por pescado, especialmente congrio colorado. Así nació el famoso caldillo de congrio, que incorpora en su preparación gourmet, vino blanco y camarones.

Pablo Neruda, premio Nobel de Literatura 1971, era un amante de este plato. Lo inmortalizó con su “Oda al caldillo de congrio”, donde describe todo el proceso de elaboración de este plato típico:

“Lleven a la cocina el congrio desollado,
se cuecen con el vapor los regios camarones marinos
deja el ajo picado caer con la cebolla y el tomate
hasta que la cebolla tenga color de oro.
y a la mesa lleguen recién casados los sabores del mar y de la tierra
para que en ese plato tú conozcas el cielo”

La repostería invernal incluye sopaipillas, picarones y calzones rotos. Son frituras elaboradas con harina y zapallo.

Desde que tengo memoria, al llegar a casa en un día de lluvia, me esperaban unas deliciosas sopaipillas “secas” o “pasadas”, (especie de tortillitas rebozadas en chancaca (panela, dulce de azúcar). Lo incorporé a mis tradiciones familiares y cada vez que llovía, corría a comprar zapallo para prepararlas y compartirlas, primero con mis hijos y después con mis nietos. Los “picarones” tienen la forma de una rosca o rodela y se sirven también secos o pasados. Los “calzones (bragas, pantaletas) rotos” se llaman así porque la masa se dobla de tal manera que semeja unos pequeños glúteos asomados por un orificio. Se sirven espolvoreados con azúcar flor (en polvo o glasé).

En este momento dejo de escribir: se ha puesto a llover y ya siento el aroma de las sopaipillas, los picarones y los calzones rotos. La lluvia sin estos manjares nunca será la misma.


Texto e imágenes © Cecilia Byrne

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