Veinticuatro de diciembre
Salgo del metro y aún es noche cerrada. Los edificios apagados y ocultos ante la falta de luz parecen fantasmas gigantes. Es un día especial, es veinticuatro de diciembre y las oficinas permanecen cerradas a excepción de la mía. Hoy no habrá un despertar sincronizado de los gigantes que me rodean, sus ventanas a oscuras se mantendrán invisibles hasta que el día las dibuje. Hay menos coches, menos humo, menos ruido y la Castellana es una avenida arbolada de luces que invita a pasear. Escucho cantar a un pájaro, tal vez esté en mi árbol preferido, el que está frente a mi ventana.
Como siempre, me salto el semáforo del ramal y desafío las luces veloces que se acercan. No debiera hacerlo, me juego la vida sin necesidad, pero lo hago, aunque no sé por qué. Miro al cielo y descubro una estrella entre la polución. Me pregunto qué hago volviendo allí cada día. Sé la respuesta: seguiré haciendo lo mismo durante mucho, mucho tiempo. Tengo un trabajo seguro, y no soy capaz de cortar con él.
La sirena varada me mira de reojo. Aspiro el aire que imagino marino. Y el mar, mi mar, lo siento en calma. Hay una atmósfera extraña que no corresponde al lugar.
Dos figuras me sobrepasan. El frío las recoge en sí mismas. Llevan el periódico debajo del brazo mientras cruzan mi playa en dirección a Serrano. Es la rutina, mi rutina que asumo igual que siempre.
El guarda jurado no ha respondido al saludo. ¿Seré invisible, o me ignora? Es frecuente eso de que no me reconozcan y tenga que identificarme en un esfuerzo que encuentro absurdo. Qué más da si los otros son frágiles de memoria, y yo soy de las que no olvida una cara ni un nombre aunque me lo proponga.
Mi zona de trabajo está vacía por las vacaciones navideñas. Levanto el estor izquierdo, ese que me oculta cuando el sol me ciega. Hoy existe un silencio gratificante ante la falta de compañía. Me resulta tan duro mantenerme con aliento dentro de esas paredes que siento hostiles, que estoy mejor sola.
Como en un cuadro, tras el cristal hermético se muestra el lado más agradable de la calle: mi árbol sin hojas, pero frondoso de ramas desnudas; más allá rosales espinosos y los prunos pelados junto a los macizos de rocallas que delimitan las torres de acero, todavía dormidas en el frío de diciembre.
La ciudad se prepara para el festejo. Se celebra el nacimiento que siempre precede a la muerte; fiestas en las que se hace presente la nostalgia de los ausentes, enturbiando las celebraciones. Salvo para los niños, no es una fecha fácil para la mayoría.
Desde mi sitio vigilo el exterior como si estuviera en un faro, y, descubro, al frente, más allá de los prunos, sobre el asfalto, a un coche oscuro que está empotrado en un árbol. Junto a él tres hombres de uniforme con chalecos reflectantes hablan con las manos cogidas en la espalda. A poca distancia, en el suelo, hay un bulto inmóvil cubierto por un papel que produce destellos de plata a la luz de la farola.
No acabo de creer lo que estoy viendo, hasta que reproduzco la escena de un coche que se ha salido de su carril y se ha empotrado en el árbol. La consecuencia es evidente. ¿Quién yace bajo el plástico iluminado? La impotencia de no poder evitar el trágico destino me golpea. Imagino que es alguien que volvía de fiesta. Una persona joven para quien todo estaba por venir y que la noche le ha robado el nuevo día.
La policía espera la llegada del juez, que acostumbrado a la rutina, probablemente certificará sin aspavientos.
Me duele tanto lo que veo que no consigo apartarme del ventanal, y lloro ante el espectáculo tan humano de la muerte.
El tiempo parece que se ha parado mientras espero que amanezca y que las nubes corran en las ventanas de los edificios que me rodean. Pienso en los sueños rotos bajo el envoltorio de reflejos navideños. En las ilusiones truncadas. Cierro el estor e intento evadirme en la rutina. Estoy angustiada, pero tengo que trabajar.
Más tarde, al abrir el estor, sólo queda el coche que ya está cargando una grúa. No parece muy dañado, pero la puerta trasera ha recibido el golpe fatal. Las noticias van llegando: el accidente ha sido a las seis de la mañana, y el guarda jurado, que no respondió a mi saludo, ayudó a sacar a cuatro personas que se llevaron las ambulancias. La quinta, una joven que no ha visto el nuevo día.
Texto y fotografía © María Cruz Vilar
soplaralcierzo.com
(De mi de relatos: DESAFINADO)