Vi llorar a un hombre en el espejo del río Kitakami

La tarde se iba llenando de sombras, mensajeras de la noche, anunciadoras del negro que devora todos los espacios, que borra los ojos, dejando a las pestañas velando a la belleza desaparecida con un temblor de nostalgia.

A pesar de todo, de esas sombras que ya iban acudiendo al tiempo de la luna, aún quedaban en el paisaje restos de sol que nunca se desperdician y que quedan tendidos como la ropa en el alambre del atardecer.

El río Kitakami bajaba con sus antiguos rumores nadando en la corriente y los chopos de las orillas, a los que se les resbalaba el brillo blanquecino de sus hojas, iban abrazando dulcemente a los juncos que, como niños inquietos, miraban sorprendidos la muerte del día con ese temblor que tienen cuando los acaricia el viento.

Al lado del Kitakami, donde llora la tierra las lágrimas que el agua derramada esparce, unas huellas se dibujaban pintando de barro la tierra quieta. Un hombre delgado, con las manos estremecidas en la soledad de su cuerpo, permanecía inmóvil en la orilla del río esperando a las sombras.

Con los ojos como estrellas, con una noche precipitada en su mirada que helaba el alma, de tan fría, de tan blanca.

El silencio iba tendiendo su manto en el aire inquieto, esparciendo soledad, pero también ternura, en esa mezcla que casi parece tener aroma propio.

Entonces lo vi. Vi llorar a un hombre mientras de sus labios temblorosos salía la palabra “nunca” y miraba al horizonte roto por la chopera de enfrente, borrando futuros, despreciando pasados, floreciendo presentes.

“Nunca”, repetía cada vez más débilmente mientras su rostro se iba convirtiendo en luna como un espejo silente. “Nunca”, decía y todo el bosque escuchaba el quejido de aquel hombre que rompía la tarde en espejitos de luna recién nacida.

Sus ojos, tristes como el aullido del atardecer en el horizonte perdido, se hicieron de lluvia, una lluvia muy conocida. Pupilas en desencuentro, navegando en una lágrima furtiva.

Y una lágrima de hielo, fría como la pena oxidada que se engancha en las pestañas, recorrió el incierto sendero de su mejilla, agotada por el mismo tiempo de una arruga de cielo. Aquella huella de firmamento que el tiempo había bordado en su cara gastada, agotada por las alas afiladas del tiempo.

Vi llorar a un hombre mientras recordaba un temblor antiguo que aprisionaba sus sienes, en el silencio de la tarde distraída, cuando los pájaros abandonan sus alas a la quietud de los dulces nidos.

Vi llorar a un hombre, recordando un temblor antiguo y olvidando su nombre. En ese momento de melancolía en que la tarde carga en sus espaldas la noche. En la soledad del mundo, en la distancia de las estrellas mal comprendidas.

Vi llorar a un hombre en el espejo del río, mientras los peces me miraban con sus ojos de frío.


© Felipe Espílez Murciano

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