Viña del Mar, La ciudad jardín de Chile
Vivir en Viña del Mar era una meta importante de mi proyecto de vida.
Mi vida en Santiago de Chile, después de mi medio siglo de existencia, se volvió caótica. Esta metrópolis cosmopolita, con su gran crecimiento urbano y automotriz, produjo cambios en mi calidad de vida e introdujo en ella la contaminación ambiental, el tránsito dificultoso y las distancias kilométricas.
Cada vez que tenía la oportunidad de abandonar el bullicio y la contaminación, viajaba en busca de paz y aire puro. A pocas horas de viaje encontraba ciudades para disfrutar del paisaje marino, las puestas de sol y tranquilidad para la lectura.
Esas playas con amplitud para caminar en las noches iluminadas por las estrellas y los cantos de los grillos lograban borrar con magia mi lugar de origen.
Entre todos los sueños, Viña del Mar ocupaba un lugar especial.
Tal como pinto mis cuadros, hice un bosquejo de lo que quería para mi vida futura y lo colgué frente a mi cama para que fuese lo último que viera al dormir y lo primero, al despertar.
El Universo recibió mi mensaje; al poco tiempo encontré el departamento ideal para mí: con vista al mar, cercano a centros comerciales y factible de comprar.
Lo demás fue fácil. Conseguí trabajo en mi área laboral, me trasladé y mi vida cambió para siempre.
Ahora disfruto los beneficios del contacto con el mar: su sonido me acompaña durante el día y en la noche acuna mis sueños. Cuando camino descalza por su orilla absorbo energía de las olas en constante movimiento, el agua salada tonifica mi piel y la brisa marina, como caricia, me refresca.
La ornamentación es un deleite para la vista y el olfato: plazas, parques y macetas colgantes adosadas a los postes delinean las calles con coloridas flores de la estación, como pensamientos, petunias y geranios.
Esto le otorgó el merecido reconocimiento de ciudad jardín y constituye un objetivo pictórico de artistas plásticos, nacionales e internacionales y yo misma, como pintora naif chilena, he plasmado mis vivencias en las siguientes obras.
“El palacio del parque Quinta Vergara” me cautivó por su belleza arquitectónica y por el patrimonio natural que lo rodea.

Este imponente palacio, réplica de una mansión veneciana, en sus inicios albergó a la familia Vergara y en la actualidad al Museo y la Escuela de Bellas Artes, formadora de pintores, escultores y artistas plásticos en general.
El sendero de acceso a sus dependencias cruza un extenso parque con prados y jardines bien cuidados, con árboles y plantas exóticas traídas de Asia, África y Oceanía por sus primeros moradores con el propósito de embellecer el entorno, refrescar en los calurosos días estivales y cobijar los nidos de las aves cantoras del lugar.
La gran variedad de formas, texturas y coloridos de las palmeras, cipreses y ceibos, entre otros árboles, estimula la creatividad de los artistas, consagrados o aprendices, a quienes podemos ver en pleno proceso creativo para inmortalizar la belleza del entorno.
La paz reinante invita a la meditación, la contemplación y la lectura, por eso es habitual encontrar personas mayores sentadas en las bancas con un libro o periódico y a los jóvenes sentados en los prados estudiando o compartiendo con sus pares.
En mi obra “El reloj de flores de Viña del Mar” plasmé recuerdos imborrables de mi infancia y adolescencia y sostiene la inolvidable y eterna figura de mi madre.
Es uno de los íconos turísticos más visitados y hasta hace poco tiempo era parte del recorrido habitual de los tradicionales paseos en “Victorias”, carruajes antiguos tipo carrozas, traccionados por caballos. Dejaron de funcionar por la necesidad de descongestionar el tránsito y evitar el maltrato del que eran objeto algunos equinos.
Hoy recuerdo con nostalgia esos agradables paseos familiares de mi niñez, y mi adolescencia con amigos paseando en esos carruajes con capota muy bien cuidados, como el que pinté.
Durante el recorrido disfrutaba del relajante vaivén de la carroza en movimiento, el melodioso sonido de los cascos sobre el pavimento y el tiempo suficiente para observar los atractivos turísticos que nos señalaba el cochero, en medio de olores típicos que me transportaban a mis días en el campo.

A muy temprana edad, mi madre me encargó una difícil tarea: “Cecilia, cuando yo muera debes cremarme y esparcir mis cenizas en un lugar donde siempre haya flores”
Lo que más me angustiaba era encontrar ese lugar tan especial y su prematura muerte me encontró desprevenida. Cumplí con la primera parte, la cremación, y tuve que esperar una revelación divina para cumplir el resto.
Con su muerte asumí gran cantidad de tareas que, físicamente, me desgastaron. Era necesario descansar durante la Semana Santa en el departamento de Viña del Mar que mi suegra puso a mi disposición. Pensar en viajar a Viña trajo a mi mente el reloj de flores y esto me iluminó: “era el lugar donde siempre habría flores”.
Muy temprano, ese domingo de resurrección fuimos, con mi pequeña hija Tatiana, a esparcir sus cenizas. Indescriptible el gran alivio que sentí al cumplir esta misión casi imposible para mí y que reflejé al pronunciar mi discurso fúnebre
“Mamá, descansa en paz, en esta morada eterna con vista al mar, donde siempre habrá flores y música”
Mi hija de 8 años preguntó “¿Mamá, por qué no dejaste a la abuelita Susy en el cementerio como lo hacen todos?”.
“Porque ella era diferente y quería que su alma libre descansara sobre las flores”-respondí.
Ella amaba la música y este reloj tiene un carrillón musical, programado para tocar cada vez que el minutero marca la hora, melodías de acuerdo a las festividades que se estén celebrando, villancicos en Navidad, cuecas y tonadas en Fiestas Patrias, entre otras.
Este reloj marcará eternamente el tiempo y nosotros, sus descendientes, podremos visitarla siempre, a cualquier hora, en un lugar donde reina la belleza, la alegría y la paz.
Texto e imágenes © Cecilia Byrne