Viviendo el gris
Él mira a la morena del cartel de cervezas mientras yo paso revista a los anaqueles salpicados de jarras y copas vacías. Después viajo al pegote de cinta aislante que oculta unos cables en la esquina de la mesa de la entrada. Junto a mí, en la barra, yace un periódico incomprensible con manchas de humedad. Miro de soslayo al camarero del bar que me tomaba por italiana. Me gustaría intimar con él y me atrevo incluso a acompañarle en su examen detenido del cartel de la pared. Muestra a una morena desnuda que sujeta una jarra de cerveza absurda y desproporcionada sin beber de ella. Me doy cuenta entonces de que la mujer tiene el logotipo de un dragón impreso sobre el muslo derecho como si se tratara de un tatuaje. Unión cervecera de Ljubljana… Pero todo es igual porque, en realidad, lo que continúo viendo también, en todas partes, es la maldita botella de suero.
Fuera, el sol se oculta con mansedumbre entre las rocas casi infranqueables de la frontera. Me imagino que asisto al entierro secreto de una perla cuyo brillo terminal sirviera para acunar la cúpula de cebolla de la iglesia del otro lado de la plaza. Sigue empeñado en su provocación. Conoce sobradamente que podré resistirme, como la concienzuda estúpida que soy, al deseo casi físico de quedarme en este país. De permanecer del modo y manera que sea en alguno de estos pueblos de cuento de hadas que parecen brotar de una ilusión infantil indeleble. Abandonarme aquí para poder envejecer lentamente, rodeada de gente amable, y seguir disfrutando de tardes como ésta suspendidas en el alma, borrachas de luz imposible.
Desde su escondite, ya detras la mole azul de piedra, ese sol usa al atardecer casi tanta pulcritud para comunicarme su mensaje como la que el médico demostró conmigo aquella tarde cuando acababan de ingresarle. Lo siento. No podemos hacer nada. Unos días, un par de semanas todo lo más, señorita.

Extraigo del bolso la novela de Hemingway que me animó a alquilar el coche en Venecia para visitar este lugar. Precisamente eso es lo único bueno que puedo decir de ella. El camarero, guapo en su justa medida, vuelve su atención hacia mí fugazmente pero el título de la novela que quizás comprenda, o el propio nombre de Hemingway o, más probablemente aún, yo misma, parecemos desilusionarle. Abre entonces el periódico baqueteado en busca, posiblemente, de la página de pasatiempos para hacer el crucigrama o el sudoku, pero tras examinar brevemente una de las páginas de atrás lo dobla y abandona en el sitio en el que estaba para dedicarse de nuevo a la contemplación del cartel de la pared. Hay luz para leer, pero la trama de la novela hace ya tiempo que dejó de tener para mí el menor interés. Lo mismo que ocurrió con la botella de suero, suspendida sobre papá en coma. Al comienzo, observaba repetidamente el plástico en las primeras noches de vigilia cuidando que el líquido no descendiera de un determinado nivel, pero al cabo de los primeros meses de absurdo empezó a resultarme indiferente. Lentamente decido que prefiero mirar descaradamente al camarero a seguir leyendo.
Puede que sea simplemente un problema de traducción lo que estropea la novela. Igual ha ocurrido conmigo. No hay ningún elemento concreto que se me antoje negativo y, sin embargo, es posible que algo externo e inmaterial, accesorio a primera vista, pero rotundo y decisivo, haya logrado imponer su impronta plomiza sobre la totalidad de mi existencia. La mala suerte, quizás el karma. No sé. Al cabo de las primeras semanas, cuando la situación parecía más absurda a cada minuto, empecé a comprender que la sombra frágil que habitaba bajo la botella de suero era quién había empezado a fastidiar las cosas, obligándome a estudiar algo que al principio no me interesaba y he acabado aborreciendo. Todo ha sido un error. La profesión errónea y el marido equivocado.
Entra silenciosamente otro hombre en el local vacío del que sólo llego a distinguir, cuando dialoga con el camarero, el pelo de la nuca cortado a cepillo y una espalda tan ancha e imperturbable, que no admite contradicción posible. Creo que le está pidiendo una bebida para sentarse en las mesas de la calle utilizando su idioma, absoluta y meticulosamente hermético, procedente quizás de la misma extraña e insondable dimensión de la brisa de espliego que envuelve la plaza. Es posible que no todo haya sido erróneo. Lo mejor es no analizar.
Tenía razón quien me aconsejó en el velatorio que me fuera de viaje para descansar de aquello. Han sido siete meses muy duros. ¿Por qué no te vas de vacaciones a alguna parte? París, Venecia, Roma, no sé, a cualquier parte. Una escapada lejos de España. Siete meses y trece días desde la hemorragia cerebral, corregí, y me arrepentí al momento de haberlo hecho.

En Venecia, la chica que atendía el mostrador de la compañía de alquiler de coches, se sorprendió. No hay nada que ver por allí, más allá de Gorizia. Me sentí obligada a ocultar la respuesta obvia, que, precisamente por eso, sería un lugar agradable. En Venecia había algunas cosas que ver, ciertamente, pero también demasiada gente empeñada metódicamente en admirarlas y en poseerlas a través de fotografías. Tenía que huir. En lugar de eso simplemente repuse que quería ir a Caporetto, siguiendo los pasos de Hemingway en la guerra.
Y todo era falso. No existe Caporetto, sino Kobarid. El campanile que Hemingway mencionaba, no es sino la torre de una iglesia alpina perfecta en su sencillez, que tiene aún menos de italiana que yo misma. No debía enterarse de nada, aquel pobre tipo. Y mucho menos la chica que nunca va más allá de Gorizia.
Y es en este momento, mirando de nuevo a la plaza por el cristal, cuando me doy cuenta de que debo tratar de hacerme entender con el camarero. Recuerdo además ahora que se fijó vagamente en mis piernas al entrar yo. Debo hablar con él para decirle que, por favor, olvide por un rato a la golfa esa del cartel o a la otra a quién pudiera esté imaginando mientras la examina, porque yo soy de verdad. Estoy aquí y ahora, y ellas no. O que yo también pienso que Hemingway era un capullo y que traiga dos vasos bien colmados de ese licor rojizo de grosellas o frambuesas que ha servido al de la mesa de fuera y se siente conmigo, ya que no hay más parroquianos, en una de las mesas del local, para rogarle después, susurrando, que me haga olvidar esta noche, y todas las que él desee, esa botella de suero y los siete meses y trece días con los que me castigó el simple hecho de ser hija única… O decirle, sin más, que me lleve a su casa cuando acabe su jornada y ahorrarme así el licor de grosellas. Al fin y al cabo, nunca he comido grosellas y puede que no esté bueno.
Pero sé perfectamente que, cuando venga a preguntarme en italiano dentro de un rato si deseo otro café, sólo seré capaz de articular con alguna dificultad:
– Es demasiado tarde. Ya es muy tarde para mí. Será mejor que regrese ya a mi hotel.
© Santiago Asensio