Y al séptimo día descansó…

…o quizá nunca dejó de hacerlo.

Señor, Señora… o ser omnipotente de género indefinido, porque a un ente tan magnificente como ello, ¿se cree usted que le importa el género reproductivo de unas pequeñas hormiguitas de un diminuto planeta azulado?

Antes de continuar con lo que voy a decir he de profesar y confesar un absoluto respeto por los creyentes y feligreses de cualquiera de las religiones que pueblan nuestro planeta. A pesar de toda la fatalidad arrastrada por la incomprensión y la falta de respeto, la religión como dogma general, ha sido capaz a lo largo de la historia de sacar lo mejor (y lo peor) de los seres humanos. Evidentemente la religión, cualquiera de ellas, no es en sí misma el enemigo de la humanidad, sino la malinterpretación y las ansias de violencia de sus fervientes seguidores. No, Dios no tiene la culpa, la tiene usted.

¿Religiones? ¿Dioses? Tantas y tantos como usted quiera. Tiene bufé libre. Los mayas adoraban a más de 250 deidades; los aztecas poseían entre 14 y 30 principales, pero hasta 115 en total; los griegos hasta 12 y los hindúes albergan un crisol tan amplio y variado como la propia creación en sí misma. 

Luego llegaron Alá y Dios, que son la misma palabra, Mahoma y Jesús de Nazaret, e intentaron hacerse con el dominio mundial en lo que a práctica de culto se refiere. Durante siglos y siglos, pretéritos, ya olvidados, ahora solo impresos en los libros de historia y las crónicas narradas, hemos atribuido a Dios todos los beneficios y desgracias que conlleva estar vivo. Y no solo eso, sino le hemos dotado de omnipotencia para el completo de las fuerzas de la naturaleza que nos rodean, y eso sin llegar a comprenderlas en su totalidad.

En el siglo XII una sequía o un tsunami eran endilgados a Dios porque probablemente alguien le hubiera cabreado con sus motivos pecadores. Sin embargo, a medida que avanzaba la ciencia, la observación del entorno y la tecnología para hacerlo, parece que a Dios se le iban restando tareas de las que encargarse. Seres humanos adelantados a su tiempo como Galileo Galilei o Nicolás Copérnico, fueron los encargados de liberar a Nuestro Señor de la titánica carga laboral que recaía sobre él. Se descubrió que esa sequía se debía a motivos meteorológicos muy complejos que formaban un ecosistema tan vasto que sobrepasaba los límites de los reinos de los que casi nadie salía en el siglo XII. Descubrimos que los tsunamis no eran un castigo de los dioses o Dios, sino un enrevesado y violento movimiento surgido en las entrañas de la Tierra, allá en alta mar, donde las placas tectónicas y las fallas lidian con sí mismas. 

Descubrimos que las muertes de seres queridos por enfermedad no eran un castigo divino, sino el producto de complejas interacciones que se dan dentro de nuestro cuerpo cuando algo no funciona correctamente. Descubrimos que, al igual que el esplendor de Dios y su universo, dentro de nosotros había universos enteros que funcionaban con un código tan sorprendente como misterioso.

Y así, a medida que descubríamos, las vicisitudes que nos rodeaban recaían cada vez con menos frecuencia en Dios. La religión no tuvo más remedio que adaptarse a los nuevos acontecimientos y muchos comenzaron a pensar en un “principio antrópico”, es decir, el universo adaptado, entre otras cosas, a nosotros los seres humanos. Pero la tan ansiada y necesaria humildad se dispuso a poblar nuestras mentes y algunos y algunas pensaron que el universo era demasiado grande como para que precisamente existiera el Dios que habían concebido unos diminutos seres que arreglaban sus problemas con decapitaciones y apedreamientos.

En esencia, el dios monoteísta es un dios de la Tierra, concebido por y para nuestras necesidades (y desgracias) y su mera existencia delata una base emocional y no lógica. Y aun así, siempre pensaremos que nos queda un resquicio de esperanza en la fe. Como dijo J.D Barrow, “el universo está diseñado con el objetivo de generar y mantener observadores”, y estos observadores somos nosotros. 

¿Llegará un momento en el que sepamos todo sobre el universo de tal manera que no tengamos que atribuirle nada a Dios? O puede que nos topemos con alguna sorpresa… una sorpresa no creadora ni interventora, sino superior y observadora. 

Por ahora solo podemos esperar. La persistencia de la memoria es algo de lo que una civilización no se deshace de manera fácil. “Pero deja, déjales que sigan caminando… a ver qué encuentran…”

“Una vez determinados los destinos de Cielo y Tierra, habiendo recibido zanjas y canales su curso adecuado, establecidas ya las orillas del Tigris y del Éufrates, ¿qué nos queda por hacer?, ¿qué más tenemos que crear? Oh Anunaki, grandes dioses del cielo, ¿qué nos queda por hacer?”

Crónica asiria de la creación del ser humano, 800 a. de C.


© Daniel Borge

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